“…Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a tí, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a tí, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras su ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” Hechos 26:15-18
La experiencia del llamado debe ser tan transformadora como la experiencia de la conversión, sólo así el ministro permanecerá firme en el ministerio y proseguirá a la meta, al premio del supremo llamamiento que es en Cristo Jesús, como escribe Pablo en Filipenses 3:12-14. En este sentido hablo del llamado como esa experiencia, ruidosa o silenciosa, pública o privada, que es tan dramática y decisiva en la vida del individuo como su experiencia de conversión.
El llamado de Pablo fue una experiencia evidentemente transformadora, a tal punto que interrumpió el curso natural de su vida. Durante el resto de su vida no hubo lugar a dudas sobre este llamado. Lo que trato de enfatizar en este punto no es si el llamado es escandaloso, ruidoso o dramático; más bien que debe ser una experiencia tan real, que el individuo queda marcado por el resto de su vida, hay una certeza absoluta y la dirección de su vida cambia.
Hay una evidente diferencia con las experiencias mentales e irreales que viven muchos ministros hoy día y que se manifiestan en frases como ‘pensé que’, ‘se me ocurrió’ o ‘sentí algo que me decía’ – en ningún sentido pueden afirmar que Jesús intervino en su mundo natural y físico, en su rutina y sus planes de una forma tan impactante que no volverán atrás jamás. El resultado lógico es que muchos, después de un tiempo de servir al Señor, se replantean si lo que escucharon fue realmente la voz de Dios y, lamentablemente deciden abandonar el ministerio hasta reconsiderarlo mejor.
En este pasaje, se destaca también, que el llamado de Pablo fue una acción directa de Jesús, estableciéndolo como ministro y testigo. Quien hace el llamado al ministerio debe ser Dios mismo, de esta manera queda establecida la autoridad espiritual para ejercer una labor ministerial efectiva; si es Jesús quien ha llamado y establecido al ministro o misionero no habrá demonio que le pueda resistir. En Efeso, los demonios dijeron: “…A Jesús conozco y sé quién es Pablo…” (Hechos 19:15)
Este verdadero llamado es marcado por una promesa de liberación, porque Dios sabe que está enviando a sus ministros a lugares peligrosos, como ovejas en medio de lobos. Pablo lo sabía, cuando dijo a los hermanos de Corinto “Pero tuvimos sentencia de muerte, para que no confiásemos en notrosos mismos, sino en Dios … el cuál nos libró, y nos libra, y en quién esperamos que aún nos librará …” (II Corintios 1:9,10)
Cuando Jesús llamó a Pablo le dio una instrucción precisa en cuanto a la tarea que debía realizar “para que abras sus ojos, para que se conviertan de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18) Es necesario que quienes están ejerciendo el ministerio en cualquier área tengan claridad sobre lo que el Señor espera de ellos.
El llamado de Dios siempre se acompaña de una instrucción clara.
¿Cómo fue tu experiencia cuando sentiste el llamado de Dios?
¿De qué manera esa experiencia sigue determinando el rumbo de tu vida y ministerio al recordar cómo el Señor Jesús trató y te dio promesa e instrucción?